Venezuela es un país que dobla en extensión a España. Con las tierras que, según dicen, les arrebataron los ingleses en Guayana, los colombianos en Perijá y los brasileños por el sur, llegarían al millón de kilómetros cuadrados.
En un país tan grande y con los pobres medios de comunicación existentes en la mitad del siglo XX, era complicado mantener un control de las actividades que, en su carácter de suministradora de productos y servicios, realizaba la división de ventas de Shell en todo el territorio. En numerosos pueblos y en todas las ciudades, existían los lamados Depósitos o Agencias, donde se almacenaban gasolinas, fuel y lubricantes, que se vendían a gasolineras locales. Por el reducido tamaño de las operaciones en algunas poblaciones, las funciónes de vender, cobrar y controlar el almacén, recaían en el propio jefe de la agencia, ayudado por un par de administrativos y media docena de obreros.
Esto no es conveniente según las más elementales normas de control interno. Es como si el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial recayeran sobre la misma persona. Por esa razón, la actividad de los auditores de control interno se multiplicaba.
Los auditores internos eran considerados en la Shell como una especia de servicio secreto de la Dirección. Su presencia en cualquier lugar de trabajo, con sus lápices de color verde, causaba pánico entre el personal, a unos por la tabarra que daban pidiendo datos y a otros porque tenían algo que ocultar. Como mi sección se ocupaba del control de gastos de agencias y depósitos de la empresa en Venezuela, cuando detectábamos algo sospechoso, solicitábamos los servicios de los auditores.
El amigo Solís me enseñó algo que le parecía raro: uno de los vehículos de la empresa en el almacén de La Guaira, presentaba gastos de aprovisionamiento de gasolina siempre coincidentes, 40 litros de super. Como en Venezuela todo el mundo pide que le llenen el tanque (full), resultaba extraño que siempre fueran 40 litros y no 37,5, 43, etc.
Enviado el auditor a investigar, descubrió que el chofer del camión pedía a la gasolinera que le facturaran 40 litros, aunque le hubieran servido 25, porque pasaba más tarde con su vehículo particular a recoger la diferencia.
Otro caso curioso sucedió en Ciudad Bolívar, a 600 km. de Caracas.
En esa ocasión el jefe del departamento me pidió que acompañara al auditor en la investigación, pues se trataba de algo raro que había detectado el departamento de personal.
Hicimos los 600 kilómetros de una tirada, y turnándonos en la conducción de uno de los estupendos Jaguar de los auditores.
Llegamos a la orilla del Orinoco, frente a Ciudad Bolívar, al anochecer, cruzando los 900 metros del río en un ferry. Se trata de la parte más estrecha de este caudaloso río y por tal razón, los conquistadores llamaron Angostura a esta ciudad.
Nos hospedamos en un hotel recomendado y a las 7 menos cuarto de la mañana siguiente estábamos Méndez, el auditor, y yo, en la puerta de las oficinas. A las 7 empezaron a llegar los 4 empleados y el jefe, algo sorprendidos al vernos. Mientras Méndez le pedía los libros de contabilidad al jefe, yo me situaba al lado del cajero, mientras realizábamos un arqueo de caja.
A las 8 empezaron a llegar los obreros del almacén, ya que era día de nómina y sustituí al cajero para hacer los pagos. Por no hacer demasiado largo el asunto, resumiré diciendo que dos fulanos que venían a cobrar no eran empleados de la empresa, pero que lo venían haciendo todas las quincenas porque eran familiares y los interesados estaban de baja por larga enfermedad.
A las 8 empezaron a llegar los obreros del almacén, ya que era día de nómina y sustituí al cajero para hacer los pagos. Por no hacer demasiado largo el asunto, resumiré diciendo que dos fulanos que venían a cobrar no eran empleados de la empresa, pero que lo venían haciendo todas las quincenas porque eran familiares y los interesados estaban de baja por larga enfermedad.
Por su parte, Méndez encontró también irregularidades en los libros.
Nos despedimos atentamente no sin antes informar al jefe de la oficina lo que habíamos encontrado y escribir su reacción en nuestro informe.
Poco tiempo después también tuve que acompañar a otro auditor, Alberto Marín, al depósito de San Cristóbal, en plenos Andes venezolanos, cerca de la frontera con Colombia.
La orden vino de muy arriba, nada menos que del Controller de la Shell y nos pidió que hiciéramos el viaje en total secreto, sin informar a nadie y sin utilizar los medios de transporte y alojamiento que empleaban normalmente los auditores. Incluso nos dió un anticipo para gastos de viaje de su propio bolsillo. Se trataba, según nos dijo, de averiguar cierto desfase que habían detectado entre las fechas de cobro de las facturas de clientes y su ingreso en el banco.
Marín me advirtió que teníamos que andar con mucho cuidado con el jefe de la oficina de San Cristóbal porque le habían comentado que iba armado con un Colt 45.
Hicimos en viaje en un potente avión de la LAV, nos hospedamos en un hotel de las afueras de la ciudad y, al día siguiente, empezamos a entrevistarnos con clientes y bancos. A los tres días teníamos pruebas de que el jefe del depósito, tardaba varios días en depositar lo cobrado.
Nos entrevistamos con el sujeto y le explicamos lo que habíamos encontrado, éso sí, con mucho tacto. Tras beberse dos vasos de agua, sin ofrecernos la bebida, confesó que había utilizado los fondos para financiar una empresa de transporte particular, pero que siempre los reponía hasta el último céntimo.
Volvimos a Caracas sin un rasguño y presentamos nuestro informe a la autoridad corrrespondiente.
Intervine en un par de asuntos similares más, pero no los cuento porque ya me parece agotado el tema.
El del Colt 45 se dedica ahora, en exclusiva, a su empresa de transportes.
El del Colt 45 se dedica ahora, en exclusiva, a su empresa de transportes.